El
asesino se mira en el espejo y confunde una espantosa mueca pegada en su
rostro, con la sonrisa más bella jamás vista. Él está tranquilo,
sereno, como si estuviera en medio de aguas cálidas, mientras se viste con las
ropas más caras y atractivas que tiene en su armario.
Hoy
tiene una cita, la primera en muchos años, con una mujer de la que apenas
conoce el nombre, la edad, y su hobby favorito: jugar al tenis. Pero no
importa, piensa él, al fin y al cabo nadie conoce su verdadero ser, nadie está
al tanto del demonio que se esconde bajo esas caras ropas que tapan su cuerpo.
¿Cuánta
gente ha matado hasta ahora? ¿5, 10, 20,30? No lo sabía, prefería no llevar un
registro de sus crímenes. Lo único que le importaba, lo único que le daba
fuerzas para levantarse de la cama todas las mañanas, era ver como la vida de
sus víctimas se apagaban poco a poco, frente a sus ojos.
Hombres,
mujeres, niños, ancianos, animales, puñaladas, asfixia, disparos, tortura, a
nadie perdonaba y todas las maneras le encantaban. Llevaba mucho tiempo
haciéndolo, y nadie, ni su familia ni los compañeros de trabajo de medio tiempo
en un restaurante para ricos, sospechaban. No solo, y a pesar de vivir en un
barrio horrible, en una casa a medio derrumbar y estar lleno de deudas, vestía
lo mejor de lo mejor, no solo iba bien peinado, no solo sus zapatos estaban
embetunados, no solo se bañaba en litros de loción cara, sino que también se
disfrazaba. Era un maestro del engaño.
El asesino se
mira en el espejo y ya no ve una hermosa sonrisa, solo una mirada vacía,
inquietante, penetrante. Sabía que era atractivo, carismático, amigable, pero
había algo que hacía sentir incomodo a las personas que lo rodeaban. Nadie
sospechaba, y sin embargo, todos intuían que algo raro se encontraba bajo esa
fachada de perfección.
El no saber que era
ese algo lo ponía de mal humor y lo hacía perder los estribos; hoy no podía
hacerlo, tenía una cita, el disfraz debía seguir intacto.
De repente, el sonido
del timbre de su viejo celular lo sacó de su letargo. Contestó, era ella,
confirmando el lugar y la hora de la confirmadísima cita. Escuchar su voz le
hacía recordar su primera víctima, los gritos y las suplicas de aquella joven
chica que veía con horror como dos manos peludas acababan con su vida. Eso lo
alegraba mucho.
La llamada termina, la
cita es a las tres, en el café lumano, él termina de arreglarse y sale de su
fea y vieja casa, compra unas rosas muy rojas y unas mentas para el mal aliento
en la tienda de la esquina y se aleja preguntándose como terminara el día.
L.D.M.L