Nadie me escuchó.
Ellos están ahí afuera, esperando, aguardando a que revele
mi ubicación. Ellos están ciegos, pero su oído se ha desarrollado, su olfato
también, su piel se cae a pedazos con cada movimiento que hacen. Se ven
hambrientos y ansiosos. De sus bocas no salen palabras, sino sonidos parecidos
a los que emite un silbato.
Ellos están ahí afuera, esperándome.
Les dije que no se acercaran a esa cosa, a ese pequeño tubo
del que salía un líquido verde y viscoso. Hace dos días, todos éramos
aseadores, trabajadores de un pequeño laboratorio a las afueras de la ciudad.
Ninguno de nosotros sabía que ocurría dentro, que tanto hacían aquellas
personas de bata blanca y mirada perdida en aquellos enormes cuartos. Ninguno
de nosotros sabía nada y poco nos importaba. Solo hacíamos nuestro trabajo y
cobrábamos nuestros cheques.
Hace dos días algo ocurrió, despertamos por la mañana y nos
vimos totalmente encerrados, solos, sin nadie más que nosotros. Las salidas
estaban bloqueadas, la comida y
cualquier cosa que pudiéramos usar como herramienta se habían esfumado.
Éramos 20 hombres totalmente confusos y con muchas preguntas
pero pocas respuestas.
Nada pudimos hacer para salir o comunicarnos con el
exterior. Las paredes eran muy altas y muy gruesas, las puertas estaban
bloqueadas herméticamente desde afuera, las ventanas cubiertas con ladrillos y
cemento. Ricardo, quien era el más joven del grupo, encontró al medio día, algo
en una de las cientos de habitaciones del edificio. Solo era un pequeño tubo de
cristal, con un líquido verdoso saliendo de él, tirado en el polvoriento piso.
Todos, excepto yo, se sintieron atraído por aquella cosa.
Creo haber sido el único que sintió aquel maloliente olor
que salía del pequeño tubo, eso me hizo tomar distancia y advertir que no se
acercaran. Los demás solo se hipnotizaban, lo tocaban, lo pasaban de un lado a
otro, ignorando mis gritos de advertencia, no porque aquella cosa les sirviera
para algo, sino por ser el primer indicio de algo diferente en este lugar lleno
de nada.
La noche llegó pronto. Nadie hablaba. Descansábamos sentados
en el suelo del pequeño patio, formando un irregular circulo. Mis compañeros
parecían absortos, inmersos en otra realidad, balbuceando incoherencias, mirando
detenidamente sus sucias manos. Traté de hablar con ellos, pero ninguno pareció
interesado por mí.
Mientras todos caíamos en la locura, en la desesperación, en
las garras del aislamiento y la soledad, miraba el oscuro cielo, las brillantes
estrellas, sentía como el aire frio estremecía mi cansado cuerpo. Pensaba en mi
esposa, en mi pequeña hija, ya debería estar con ellas, y sin embargo, en este
edificio sin salida me encuentro encerrado.
Tras un rato, mis compañeros cayeron fulminados por un
enorme cansancio, decidí unirme a ellos. En mis sueños podía volar como un
pájaro, saltar bastante alto, traspasar aquellos muros enormes que nos
separaban de la realidad. En mis sueños estaba contigo, juntando nuestros
labios.
Desperté, Ricardo estaba encima de mí, olfateándome. Sus
ojos se encontraban completamente blancos, su piel se veía agrietada y ulcerada,
su cabello se caía con cada olfateada que hacía. Su apariencia se asemejaba más
a la de un monstruo que a la de un ser humano. Sin perder la calma, estuve
completamente inmóvil, respirando lentamente, sin parpadear ni tragar saliva,
hasta que un sonido llamó la atención de los dos.
Un silbato, ese era el sonido que salía de las gargantas de
los demás, eso mis ojos lo pudieron confirmar. Ahora, mis compañeros eran solo
unos cuerpos deformes que se caían a pedazos, mientras olfateaban y se
arrastraban por el suelo. Ricardo, interesado por aquel sonido, dejó escapar
uno de su garganta y se alejó de ahí, reuniéndose con los demás.
Lentamente, levanté mi pesado cuerpo y caminé hacia atrás.
No podía creer lo que veían mis ojos, no podía creer que aquellos monstruos solo
apenas unas horas antes eran seres humanos. Esas cosas se arrastraban por el
suelo, olfateaban, pareciera que buscaran algo. Tomé una piedra del suelo y la
lancé bastante lejos, sin importarme el temor que invadía cada fibra de mi ser.
Todos se sobresaltaron al escuchar el casi imperceptible sonido de aquella
piedra cayendo en el verde pasto y empezaron a correr desesperadamente hacia
esa dirección.
Aproveché la confusión de esos seres y corrí a una de las
habitaciones donde solían hacer experimentos. Todo había desaparecido, pero el
enorme closet donde se guardaban las batas de laboratorio seguía ahí. Me escondí
dentro, dejando la puerta parcialmente abierta.
Tenía que haber una forma de escapar de aquí.
Pasó un día entero donde solo vigilaba y en vano, trataba de
conciliar un poco el sueño. Al final, varios de ellos entraron. Ya no llevaban
ropa, su piel les colgaba de su carne, les costaba mantenerse erguidos. Uno de
ellos tenía un pequeño pájaro muerto en sus garras, el cual no tardó en
llevarse a la boca y triturarlo con sus mandíbulas. Estas se abrían de una
manera elástica, recordándome a los tiburones cuando se alimentan.
Era obvio que me estaban buscando. Tal vez no me veían, tal
vez no me escuchaban, pero era seguro que podían olerme. Cada vez se acercaban
más, a paso lento, dejando escapar de sus gargantas ese horrible sonido de
silbato. Cada vez que lo hacían, llegaban más de su clase, hasta que la
habitación estuvo repleta de esas criaturas.
Cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad. Solo
pensaba en mi inminente muerte, en no poder volver a ver a mi esposa ni a mi
hija, en sufrir una horrible muerte, en convertirme en uno de ellos. La
impaciencia me enloquecía, los nervios me destruían, esos monstruos estaban
cada vez más cerca.
Decidí salir del armario, llamando su atención, pero no lo
suficiente. Sin respirar, moviéndome tan ligero como el aire, como una gota de
sudor por una piel lisa, pase por su lado, dirigiéndome afuera, saliendo,
cerrando la puerta, sosteniendo el picaporte de la de esta con lo poco que me
quedaba de cordura y fuerza.
Gritaban, se alteraban, querían derrumbar la puerta. Yo me
esforzaba por mantener el picaporte
estático. Los golpes y los gritos se hacían cada vez más fuertes. Me di
cuenta que no podría aguantar mucho tiempo, que mi muerte estaba a solo unos
cuantos centímetros de distancia. Escuché la voz de mi esposa, de mi hija,
decían que todo estaba bien, que era un buen padre, un buen esposo, que ellas
dormirían para siempre, a mi lado.
Escuché un “te amo”, mientras la puerta se abría
violentamente y todos mis antiguos compañeros, mis antiguos amigos, esos
monstruos sin corazón se abalanzaron contra mí y la oscuridad se tragó mi alma.
LD.M.L