martes, 10 de diciembre de 2013

Existencia sin fin

Isabella apuntaba el arma a su cabeza, en la parte temporal derecha, mirándome fijamente a los ojos que también la miraban a ella, mientras sus delgados dedos deseaban apretar el gatillo y escuchar el estrepitoso ruido de su cráneo volando en mil pedazos. Pero cuando lo hizo, solo hubo un click, seguido por un silencio incomodo y la continuación de su caótica existencia.

Era mi turno. Isabella, frustrada y algo triste me entregó el arma, un revolver de 6 balas, el cual no tardé en apuntar a mi cabeza, la parte temporal izquierda, y jalar el gatillo. Hubo un click y el mismo silencio de la anterior vez.

Por alguna extraña razón, nuestras vidas no querían terminar y eso nos molestaba tremendamente. Isabella me arrebató el arma y jaló desesperadamente el gatillo 4 veces sin resultado alguno, sin poder deleitarme con su masa encefálica escurriéndose por el piso.

Enojada, dejó caer su cuerpo al suelo y comenzó a golpear su cabeza contra la dura e inamovible baldosa blanca, creando una estela de sangre que se agrandaba a cada golpe que daba. Yo me arrodillé y agarré el arma, abrí el pequeño tambor donde se alojan las balas y pude ver que en uno de los huecos estaba la bala que debió haber terminado con alguno de nosotros. Pero no lo hizo ¿Por qué no lo hizo?

La sangre que cubría cada vez más su rostro y cambiaba el color de su blanca piel a un intenso carmesí, la hacía ver hermosa. Los golpes solo la convencían de que su tiempo en esta tierra todavía no debía terminar. ¿Cuanto tiempo habría pasado desde que despertamos en este cuarto sin puertas ni ventanas, sin salida alguna? Ni ella ni yo podíamos responder a esa pregunta, ni el por qué ni el como, solo sabíamos que nos pudríamos, nos caíamos a pedazos, pero no moríamos.

Intentamos sobrellevar el aburrimiento con nuestros recuerdos, deseos y más oscuras e interesantes imaginaciones, llegándonos a conocer como nunca nadie nos había conocido. Sin embargo, el tiempo pasaba, o así lo sentíamos, y nada ocurría, a excepción del deterioro de nuestros cuerpos, la podredumbre de nuestra carne, la perdida de nuestra cordura y el deseo, el anhelo del descanso eterno.

Nada había ocurrido, a excepción de la podredumbre de nuestro ser, cuando de repente, mientras nos ahogábamos por enésima vez en nuestras memorias mil veces recordadas, mil veces vividas, un revolver apareció ante nosotros, ahí tirado en la impecable baldosa, como una llave que abriría la puerta de este lugar y nos permitiría descansar por fin, despertar de esta horrible pesadilla en la que nos disolvíamos y nos perdíamos cada vez más.

Ahora entendía que aquella arma era solo una broma de aquel que nos ha puesto aquí. Isabella, cansada de golpear su cabeza contra la blanca baldosa, rompió en llanto, mezclando sus lágrimas con la sangre que salía a borbotones de su cabeza. Yo solo me quedé mirándola, maravillandome con su belleza, preguntándome a la vez la razón por la cual los dos estábamos aquí. Tal vez no había razón alguna, tal vez solo eran los deseos de alguna mente siniestra. Me acerqué a ella y la abracé fuertemente, procurando que mi cuerpo también se manchara con su liquido rojo.

Así nos quedamos un buen rato, abrazados y húmedos, sintiendo nuestras respiraciones chocar contra nuestros rostros y en esos precisos instantes, en esos instantes donde todo parecía ser un circulo que nos llevaba siempre al mismo lugar, se me ocurrió la manera de burlar a nuestro captor y su maldición de la inmortalidad: debíamos desaparecer.

Ella me miró, como si hubiera leído mi pensamiento, sus lágrimas desaparecieron, su sangré cesó de brotar, su herida en la cabeza se cerraba rápidamente. Sin perder más tiempo, di un mordisco a su podrida carne, arrancándola y comiéndola sin molestarme en masticarla mucho tiempo. Los mordiscos iban, mis dientes se abrían pasó entre su cuerpo, poco a poco Isabella iba desapareciendo y volviéndose parte de mí.

Ella estaba muy agotada, muy destrozada como para hacerme lo mismo, este era mi regalo, yo me convertía en la llave de la puerta que la llevaría al descanso. Al final, solo unos huesos y algo de carne pegada a ellos quedaron de ella. Isabella descansaría ahora. Se que estaría feliz. Me recosté sobre la sucia pared, agarré de nuevo el revolver, asegurándome que la bala seguía dentro, la apunté a mi cabeza y jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo.

En algún momento la bala debería salir y volarme los sesos o eso esperaba, eso deseaba mientras jalaba el gatillo una y otra vez, obteniendo solo ese click y el silencio incomodo detrás de él.     

L.D.M.L