Isabella
apuntaba el arma a su cabeza, en la parte temporal derecha, mirándome
fijamente a los ojos que también la miraban a ella, mientras sus
delgados dedos deseaban apretar el gatillo y escuchar el estrepitoso
ruido de su cráneo volando en mil pedazos. Pero cuando lo hizo, solo
hubo un click, seguido por un silencio incomodo y la continuación de
su caótica existencia.
Era
mi turno. Isabella, frustrada y algo triste me entregó el arma, un
revolver de 6 balas, el cual no tardé en apuntar a mi cabeza, la
parte temporal izquierda, y jalar el gatillo. Hubo un click y el
mismo silencio de la anterior vez.
Por
alguna extraña razón, nuestras vidas no querían terminar y eso nos
molestaba tremendamente. Isabella me arrebató el arma y jaló
desesperadamente el gatillo 4 veces sin resultado alguno, sin poder
deleitarme con su masa encefálica escurriéndose por el piso.
Enojada,
dejó caer su cuerpo al suelo y comenzó a golpear su cabeza contra
la dura e inamovible baldosa blanca, creando una estela de sangre que
se agrandaba a cada golpe que daba. Yo me arrodillé y agarré el
arma, abrí el pequeño tambor donde se alojan las balas y pude ver
que en uno de los huecos estaba la bala que debió haber terminado
con alguno de nosotros. Pero no lo hizo ¿Por qué no lo hizo?
La
sangre que cubría cada vez más su rostro y cambiaba el color de su
blanca piel a un intenso carmesí, la hacía ver hermosa. Los golpes
solo la convencían de que su tiempo en esta tierra todavía no debía
terminar. ¿Cuanto tiempo habría pasado desde que despertamos en
este cuarto sin puertas ni ventanas, sin salida alguna? Ni ella ni yo
podíamos responder a esa pregunta, ni el por qué ni el como, solo
sabíamos que nos pudríamos, nos caíamos a pedazos, pero no
moríamos.
Intentamos
sobrellevar el aburrimiento con nuestros recuerdos, deseos y más
oscuras e interesantes imaginaciones, llegándonos a conocer como
nunca nadie nos había conocido. Sin embargo, el tiempo pasaba, o así
lo sentíamos, y nada ocurría, a excepción del deterioro de
nuestros cuerpos, la podredumbre de nuestra carne, la perdida de
nuestra cordura y el deseo, el anhelo del descanso eterno.
Nada
había ocurrido, a excepción de la podredumbre de nuestro ser,
cuando de repente, mientras nos ahogábamos por enésima vez en
nuestras memorias mil veces recordadas, mil veces vividas, un
revolver apareció ante nosotros, ahí tirado en la impecable
baldosa, como una llave que abriría la puerta de este lugar y nos
permitiría descansar por fin, despertar de esta horrible pesadilla
en la que nos disolvíamos y nos perdíamos cada vez más.
Ahora
entendía que aquella arma era solo una broma de aquel que nos ha
puesto aquí. Isabella, cansada de golpear su cabeza contra la blanca
baldosa, rompió en llanto, mezclando sus lágrimas con la sangre que
salía a borbotones de su cabeza. Yo solo me quedé mirándola,
maravillandome con su belleza, preguntándome a la vez la razón por
la cual los dos estábamos aquí. Tal vez no había razón alguna,
tal vez solo eran los deseos de alguna mente siniestra. Me acerqué a
ella y la abracé fuertemente, procurando que mi cuerpo también se
manchara con su liquido rojo.
Así
nos quedamos un buen rato, abrazados y húmedos, sintiendo nuestras
respiraciones chocar contra nuestros rostros y en esos precisos
instantes, en esos instantes donde todo parecía ser un circulo que
nos llevaba siempre al mismo lugar, se me ocurrió la manera de
burlar a nuestro captor y su maldición de la inmortalidad: debíamos
desaparecer.
Ella
me miró, como si hubiera leído mi pensamiento, sus lágrimas
desaparecieron, su sangré cesó de brotar, su herida en la cabeza se
cerraba rápidamente. Sin perder más tiempo, di un mordisco a su
podrida carne, arrancándola y comiéndola sin molestarme en
masticarla mucho tiempo. Los mordiscos iban, mis dientes se abrían
pasó entre su cuerpo, poco a poco Isabella iba desapareciendo y
volviéndose parte de mí.
Ella
estaba muy agotada, muy destrozada como para hacerme lo mismo, este
era mi regalo, yo me convertía en la llave de la puerta que la
llevaría al descanso. Al final, solo unos huesos y algo de carne
pegada a ellos quedaron de ella. Isabella descansaría ahora. Se que
estaría feliz. Me recosté sobre la sucia pared, agarré de nuevo el
revolver, asegurándome que la bala seguía dentro, la apunté a mi
cabeza y jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo y
jalé el gatillo y jalé el gatillo y jalé el gatillo.
En
algún momento la bala debería salir y volarme los sesos o eso
esperaba, eso deseaba mientras jalaba el gatillo una y otra vez,
obteniendo solo ese click y el silencio incomodo detrás de él.
L.D.M.L