La chica morena tocaba el enorme piano de cola, frente a un
gran grupo de personas que clavaban sus miradas en ella y se deleitaban con las
notas que salían de aquel instrumento y se mezclaban con el aire. Yo hacía
parte de aquel grupo que no paraba de gozar con el sonido que no dejaba de
entrar por nuestro oídos.
A pesar de estar rodeado de personas, sentía como todos se
evaporaban, se derretían como hielos en medio del desierto más caluroso, y solo
quedábamos los dos, aquella chica y yo, envueltos en un remolino de música
imparable e inigualable. Ella tocaba, en un principio, de forma dulce y
pausada, ahora lo hacía de forma enérgica y continua, como queriendo sacar a la
fuerza la armonía de todas las teclas.
Era algo hermoso y eufórico. Sabía que ella no me notaba,
estaba seguro que no notaba a nadie en aquel auditorio gigantesco donde se
encontraba, pero mi corazón no mentía, estaba enamorado de ella, de su música,
de la totalidad de su ser. Ahora fantaseaba con sentarme a su lado y deleitarme
con su belleza, con su música, con su piel, con su brillante cabello, con sus
penetrantes ojos, por siempre, para siempre.
Y en esos momentos, como si fuera una cruel broma del
destino, de la vida, de la propia existencia, la ilusión se rompió, la realidad
volvió, la soledad que nos unía desapareció y las personas que antes se
derretían y se alejaban a la nada infinita, ahora se retorcían, se revolcaban,
balbuceaban incoherencias en una mezcla de dolor y placer. La chica también
parecía sufrir, víctima de su propio talento implacable.
De un momento a otro, las personas ya no se revolcaban, sino
que se quemaban, sus cuerpos ardían y en poco tiempo, todos se convirtieron en
una pila de cenizas olorosas y nauseabundas. Todo era culpa de aquella
pianista, de aquella hermosa mujer que tocaba con más fuerza y se convertía en
un ángel enorme y flameante.
En esos momentos, me di cuenta de todo lo que ocurría, de la
cual era la razón por la que me encontraba en aquel lugar, en medio de todas
esas personas que no paraban de quemarse, delante de aquel ángel que me
maravillaba con su música. Estaba muerto, solo que no me había dado cuenta y
ese enorme auditorio, esa espectacular armonía, eran solo un último adiós a la
vida que no había vivido, que había desperdiciado, que había malgastado.
Era un regalo de aquel ángel, que ahora se acercaba a mí
lentamente, envuelta en un aura blanca que cegó mis ojos y me mandó al otro
lado de la existencia, donde no encontré nada de nada.
L.D.M.L